“Hace 45 años que venimos haciendo todo mal”, reconocía ayer en Tucumán Juan Manuel Urtubey, durante una charla con la prensa luego de una visita a la Universidad San Pablo T.
El gobernador de Salta hacía referencia de esta manera al índice del 33,6% de pobreza en el país, que había dado a conocer el jueves el Observatorio de la Deuda Social, de la Universidad Católica Argentina (UCA).
Al margen de este gélido número, lo que la UCA nos estaba informando es que la pobreza creció cinco puntos en el último año: representa dos millones de personas más que pasaron a no poder cubrir sus necesidades básicas respecto de 2017.
De casi 12 millones de argentinos, pasamos a casi 14 millones en apenas 12 meses. Equivalen a tres millones de personas más que la población de Bolivia, o a dos censos completos de Paraguay, o a casi cinco veces los habitantes de Uruguay.
Detrás de palabras técnicas como recesión, inflación, tasa de interés, tarifas, devaluación, paritarias, dólar o desempleo, hay cada día más gente a la que le empieza a faltar un plato de comida, dinero para subirse a un ómnibus o para poder comprar un medicamento de vida o muerte.
La proyección hacia el futuro es bastante más dramática, porque el 52% de los niños argentinos hoy son pobres. Significan 6,3 millones de chicos, un millón más que el año pasado.
Cuando decimos que empiezan a faltar cada día más platos de comida, debemos entender que la mitad de los que están sentados a esa mesa son niños.
Es decir, si hoy, ya mismo, no podemos sacar a los padres de esta situación dramática, dentro de 15 años, más de la mitad de los argentinos seremos pobres.
Inviables
Hace unos días, mientras buscábamos unos datos en el archivo digital de LA GACETA, concretamente, estadísticas publicadas hace un decenio sobre distribución de la riqueza, hallamos una columna de opinión, de fines de 2008, en donde concluíamos que Argentina era un país inviable.
El principal argumento que apuntalaba esta desmoralizante sentencia era que desde hacía 34 años un tercio de la población estaba por debajo de la línea de pobreza y que ningún gobierno había logrado, a lo largo de tres décadas y media, revertir esta tragedia, cuando no agravarla.
En Tucumán la crisis comenzó ocho años antes, con el cierre de 11 ingenios, caldo de cultivo de la guerrilla que vendría luego.
1974 fue el último año en que Argentina mostraba índices de pobreza “normales”, del 3%; año en que a su vez el desempleo alcanzaba su mínimo histórico, con apenas el 2,7% (menos del 3% se considera pleno empleo), y el país conseguía su mayor nivel de igualdad en la historia, de acuerdo al coeficiente de Gini y según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), organismo que depende de la Organización de las Naciones Unidas.
Argentina también lograba ese año su nivel más alto de industrialización, desde su conformación como Nación, a mediados del Siglo XIX.
Una vez fuimos Alemania
No era fácil en 2008 sostener, desde una tribuna pública como es un diario, que Argentina era, a las claras, un país sin salida.
El kirchnerismo y su tropa militante, en plena efervescencia, saltaba al cuello de todo aquel que osara criticar, cuestionar, disentir o tan sólo poner en duda la milagrosa recuperación que nos habían regalado, con tanta generosidad, Néstor y Cristina.
En un país sin memoria, no es extraño que sólo 10 años después pocos recuerden lo difícil que fue todo para las voces críticas -o apenas independientes- al régimen autocrático.
Hay que recordar el contexto. Estábamos a poco de anunciar que nuestros índices de pobreza eran inferiores a los de Alemania, entonces cualquier discrepancia se presentaba como golpista y antipopular.
Pasó un decenio exacto de aquellas crónicas contrarrevolucionarias y hoy estamos en condiciones de afirmar que hace 44 años (45, si damos por finalizado 2018, como el gobernador salteño) que más de “un tercio de la población está por debajo de la línea de pobreza y que ningún gobierno ha logrado, a lo largo de cuatro décadas y media, revertir esta tragedia, cuando no agravarla”.
“Hace 45 años que venimos haciendo todo mal”, reconoce Urtubey, y no es el único.
Quién se atrevería a contrariarlo, si hay 22 millones de argentinos que reciben alguna remuneración del Estado, entre jubilados, pensionados, beneficiarios de planes sociales y empleados públicos nacionales, provinciales y municipales, contra sólo cuatro millones de trabajadores que aportan al fisco.
Existen además otros cinco millones de trabajadores no registrados que sólo aportan a través de impuestos, algunos de ellos regresivos, como por ejemplo el IVA, donde los pobres pagan más que los ricos, en relación a sus recursos.
Argentina es un país donde a mayor evasión, mayor carga fiscal, y a mayor carga, mayor evasión, y así hasta el infinito. Es por eso que todos los candidatos prometen una “urgente reforma fiscal”, que a la postre, cuando ganan, nunca cumplen. Mantener el statu quo será siempre más prioritario que la justicia social o la justicia comercial, si se quiere.
Con los bolsillos llenos de expectativas
Para revertir este escenario debería, por lo menos, triplicarse el empleo formal, algo improbable en un país con tasa de inversión negativa, es decir donde hoy se cierran más comercios de los que abren y se despide más gente de la que se emplea.
Y al igual que con la pobreza, la inflación batirá un nuevo récord y llegará este año al 45%, si no más, según las mediciones.
Con este nivel de remarcación monetaria sólo alguien con 42° de fiebre puede llegar a pensar en realizar alguna inversión.
Al último año de gestión de Cambiemos, que ya se inicia, lo único que le quedan son expectativas, porque en definitiva, la esperanza es lo único que se pierde. Al menos eso dicen.
Hay sólo una cosa en la que Urtubey se equivoca, y es que los argentinos no hicimos todo mal en los últimos 45 años. Algo hicimos bien, muy bien: pelearnos. Atacarnos, agredirnos, descalificarnos, humillarnos, perseguirnos, calumniarnos y hasta asesinarnos, muchas veces… En eso fuimos y somos inmejorables e implacables.
El poder cambia de manos, pero los problemas son siempre los mismos, o peores, desde hace media centuria.
Del caos y el terrorismo del peronismo del 74 pasamos en una noche a una dictadura cívico militar genocida. De la estatización de la deuda privada y la guerra de Malvinas pasamos a una centroizquierda radical que duplicó los disparates castrenses.
De la hiperinflación, los levantamientos carapintadas y un muy probable golpe económico mutamos a un peronismo neoliberal, aliado a los EEUU y a los sectores argentinos más conservadores.
De la década más corrupta, las estatizaciones fraudulentas, la recesión profunda y los despidos en masa pasamos a una alianza de centroizquierda, conformada por radicales, peronistas y socialistas, que voló al país en mil pedazos en apenas dos años.
Entonces volvió la derecha peronista, ahora estatista, y apenas apagó el incendio le entregó el poder a la izquierda peronista, ahora llamada populismo. De nuevo la corrupción, el clientelismo, la inseguridad galopante, el aislamiento del mundo y una inflación que no paraba de aumentar. Y otra vez, como en los 90, llegó un gobierno de empresarios pro capitalistas. Recogieron el guante y prometieron “un país normal”. Y cumplieron. Y vaya si cumplieron. Si hace casi medio siglo somos así, empobrecidos, corruptos, violentos y divididos, cualquier cambio no haría otra cosa que convertirnos en un país anormal.